Aquella mañana
desperté temprano, emocionado y nervioso por la aventura que se
avecinaba. Después de una ducha y un frugal desayuno (dos huevos
duros, media pizza y un tazón de cereales), cogí la maleta y me
dirigí a casa de Mami sin olvidarme de mi pequeña plantita. Una vez
allí, tras los saludos, los chillidos de animadora pava y los
preparativos de última hora, cogimos un taxi hasta la parada de la
guagua que nos llevaría al aeropuerto. Durante el camino hacia la
parada pudimos compartir la indignación del señor taxista con la
Guardia Civil y las multas por exceso de velocidad (amén, compadre).
En la parada no
esperamos mucho, pero sí algo más de los seis minutos que
vaticiné... - ¡Mierda, se me olvidó el cepillo! - Tranquilo, que
yo traje. Qué haría yo sin Mami... No lo sé, pero seguro que lo
haría despeinado.
El viaje en la
guagua no fue muy largo, pero sí muy incómodo. ¿Por qué hacen los
asientos tan estrechos si saben que la gente va a llevar equipaje?
Sinsentidos de la vida. Y así se me quedaron los muslos; como no
venían requintados ya de casa... Aunque bien nos dio tiempo a
repasar todos los ciclos chinos patológicos y catalogar a todos
nuestros conocidos. Sí, somos muy frikis.
Cuando al fin
llegamos al aeropuerto, con más de una hora de antelación, nos
dirigimos al mostrador para preguntar por nuestra puerta de embarque,
ya que no aparecía en las pantallas. Tranquilamente pasamos el
control de seguridad y atravesamos el set de rodaje de “El
perfume”, también conocido como Duty Free. Entonces, oímos una
llamada para embarcar... - ¡Coño, ese es nuestro vuelo! - ¡Pero si
falta una hora! - Ea, vamos a buscar la puerta.
Y caminamos... Y
caminamos... Y caminamos... Y caminamos... Madre mía, que nos
salimos de la isla. Ya Mai nos había advertido que ibamos a tener
que caminar pero ¿desde el aeropuerto y sin coger el avión?
Al llegar por fin a
la puerta de embarque, que estaba aproximadamente en Alicante, una
señorita muy amable nos ofreció facturar nuestro equipaje de mano
gratis, a lo que accedimos de buen grado (ignorantes de nosotros). A
pie de pista, un muchacho muy trabajador nos dio las instrucciones
pertinentes para la facturación en un inglés bastante acelerado;
así mismo, también evitó en el mismo inglés que nos atropellara
un camión. Nos pareció correcto agradecerle el detalle en
castellano, con lo cual se quedó ojiplático y exclamó: - ¡Ah,
coño!
Desborregados,
embarcamos en el avión y apartamos de mi asiento de ventanilla a una
pequeña zángana que se pensaba apropiar de él. ¡Fuera de aquí,
que si nos estampamos no podrán identificar mi cadáver!
Puntuales despegamos
y puntuales aterrizamos. Durante todo el vuelo, no paramos de charlar
de todas un poco y de sacar ideas la mar de creativas, así como de
interpretar las instrucciones de seguridad a nuestra manera,
sobrevolando ríos y zonas mientras a nuestro alrededor nadie
entendía nuestras risas ni comentarios, básicamente porque nadie
hablaba nuestro idioma. ¡Ah, haber estudiado!
Pues ya estábamos
en tierras londinenses, comenzaba la aventura. Lo primero: recuperar
nuestras maletas. Empezamos a caminar tras la muchedumbre hacia la
terminal y caminamos... Y caminamos... Y caminamos... - ¡Joder, que
nos volvemos a España! - Espera, que nos piden los deneises... En
cuanto fuimos considerados personas no peligrosas para la seguridad
nacional, procedimos a buscar nuestro equipaje en la cinta. Empezaron
a salir unas cuantas maletas por la cinta y, de repente, dejaron de
salir. Por lo visto venían en otro avión, porque no llegaron hasta
pasada una hora ,que aprovechamos para observar las encendidas que se
cogían los nativos con el personal del aeropuerto mientras nosotros
nos partíamos de risa e investigábamos la manera de llegar al
centro. Adquirimos los billetes de nuestro nuevo transporte, que no
pudimos pagar con el dinero que habíamos cambiado porque la
maquinita no lo aceptaba... ¡Yupi! ¿Y para esto me pateé yo todos
los bancos antes de venir? En fin, vamos que se nos hace de noche.
Y efectivamente; a
las 5.20 de la noche (no de la tarde, de la noche) nos acomodamos en
la guagua que nos llevaría al centro de Londres. Menos mal que
teníamos wi-fi gratis para comunicarnos con nuestros seres
queridos... O no, porque aquello no conectaba ni a la de tres. Pues
nada, a disfrutar del paisaje. ¡Qué raro es ir por el otro lado de
la carretera! Era como jugar al Mario Kart en modo espejo. Durante el
largo viaje, nos fijamos en todos los restaurantes, fruterías,
multitiendas y comestibles varios que veíamos por el camino. ¡Qué
hambre! Todo nos parecía apetitoso.
Cuando llegamos a la
última parada, y tras orientarnos, buscamos una boca de metro para
dirigirnos a donde quiera que fuéramos a dormir. Mezclados con los
nativos y yendo de mapa a mapa, conseguimos llegar a nuestro destino.
Ahora tocaba decidir qué tipo de billete comprar; cosa harto difícil
con hipoglucemia severa, así que, como dicen por allá, “first
thing's first”; a comprar chocolate en la minitienda de la entrada.
¡Qué placer! La energía chocolatástica recorría nuestras venas,
así que aprovechamos el reprise para hacernos con una multitarjeta
de transporte y embarcarnos en nuestro primer viaje en metro en el
extranjero, que vino a ser como cualquier viaje en metro nacional.
Eliges tu destino, sigues los mapas y ¡voilá! Llegamos.
Al salir de la
estación (por la puerta incorrecta, claro), empezamos la búsqueda
del hotel. Resulta que era una zona muy transitada, a pesar de estar
en las afueras, llena de pubs. Comenzamos a caminar aleatoriamente y
en un par de minutos, nos tropezamos con nuestro hotel. ¡Piece of
cake!
Nuestro nuevo hogar
durante los próximos días era un lugar cuco y acogedor, lleno de
moquetas, escaleras estrechas y puertas “anti-robo”. Nuestra
habitación tenía todo lo necesario para la supervivencia del
viajero: camas, armario y baño.
Tras deshacer el
equipaje, salimos ya sin cargar nada a buscar comida. Paseamos por la
avenida principal y observamos lo que nos ofrecía para rellenar
nuestras barrigas. Es curioso, cuando uno se muere de hambre y le dan
opciones, nunca sabes qué elegir, así que optamos por una
mini-hamburguesería pakistaní. Devoramos nuestro bien merecido
banquete y nos metimos en uno de los múltiples pubs de la zona. Ya
nos tocaba empezar la cata cervecera internacional, así que pedimos
una muestra de los ales del pub. Por lo visto, un ale es como una
cerveza pero más suavita.
Mientras
disfrutábamos de nuestra cata y de nuestro wi-fi gratis (ah, que
aquí tampoco... Nos tienen in-comunicados, Mary) sonó la campanilla
que anunciaba el “Last call”, lo que viene a ser un “pide la
última y te vas a tu puta casa, que vamos a cerrar”, sólo que en
modo British, que es mucho más refinado. Claro, que hay que entender
que las 11 de la noche es una hora de lo más adecuada para que las
personas dejen de zanganear y se vayan a dormir como niños buenos.
Apuramos nuestras bebidas y volvimos a nuestra madriguera a morir
definitivamente.
Hay una verdad
universal: hasta que no te quitas los zapatos no sabes cuán cansado
puedes estar, sobre todo, después de unas 14 llegadas. Y así fue;
¡qué dolor de cuerpo humano! Sólo nos quedaba sacarnos la
procedente selfie de “estamos reventados pero contentos” y
meternos en la cama, que el día siguiente iba a ser igual de largo
con reencuentros y visitas guiadas; pero eso será relatado en el
siguiente capítulo.
Tratamos de leer
nuestros respectivos e-books pero Morfeo llegó arrasando, por lo
menos en mi caso.
Buenas noches. Zzzzz
“No digas nada,
cálmate, tranquilízate ahora mi preciosidad; no luches así o sólo
podré amarte más”
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