miércoles, 12 de noviembre de 2014

Capítulo 1: Llegando


Aquella mañana desperté temprano, emocionado y nervioso por la aventura que se avecinaba. Después de una ducha y un frugal desayuno (dos huevos duros, media pizza y un tazón de cereales), cogí la maleta y me dirigí a casa de Mami sin olvidarme de mi pequeña plantita. Una vez allí, tras los saludos, los chillidos de animadora pava y los preparativos de última hora, cogimos un taxi hasta la parada de la guagua que nos llevaría al aeropuerto. Durante el camino hacia la parada pudimos compartir la indignación del señor taxista con la Guardia Civil y las multas por exceso de velocidad (amén, compadre).

En la parada no esperamos mucho, pero sí algo más de los seis minutos que vaticiné... - ¡Mierda, se me olvidó el cepillo! - Tranquilo, que yo traje. Qué haría yo sin Mami... No lo sé, pero seguro que lo haría despeinado.
El viaje en la guagua no fue muy largo, pero sí muy incómodo. ¿Por qué hacen los asientos tan estrechos si saben que la gente va a llevar equipaje? Sinsentidos de la vida. Y así se me quedaron los muslos; como no venían requintados ya de casa... Aunque bien nos dio tiempo a repasar todos los ciclos chinos patológicos y catalogar a todos nuestros conocidos. Sí, somos muy frikis.

Cuando al fin llegamos al aeropuerto, con más de una hora de antelación, nos dirigimos al mostrador para preguntar por nuestra puerta de embarque, ya que no aparecía en las pantallas. Tranquilamente pasamos el control de seguridad y atravesamos el set de rodaje de “El perfume”, también conocido como Duty Free. Entonces, oímos una llamada para embarcar... - ¡Coño, ese es nuestro vuelo! - ¡Pero si falta una hora! - Ea, vamos a buscar la puerta.
Y caminamos... Y caminamos... Y caminamos... Y caminamos... Madre mía, que nos salimos de la isla. Ya Mai nos había advertido que ibamos a tener que caminar pero ¿desde el aeropuerto y sin coger el avión?

Al llegar por fin a la puerta de embarque, que estaba aproximadamente en Alicante, una señorita muy amable nos ofreció facturar nuestro equipaje de mano gratis, a lo que accedimos de buen grado (ignorantes de nosotros). A pie de pista, un muchacho muy trabajador nos dio las instrucciones pertinentes para la facturación en un inglés bastante acelerado; así mismo, también evitó en el mismo inglés que nos atropellara un camión. Nos pareció correcto agradecerle el detalle en castellano, con lo cual se quedó ojiplático y exclamó: - ¡Ah, coño!
Desborregados, embarcamos en el avión y apartamos de mi asiento de ventanilla a una pequeña zángana que se pensaba apropiar de él. ¡Fuera de aquí, que si nos estampamos no podrán identificar mi cadáver!

Puntuales despegamos y puntuales aterrizamos. Durante todo el vuelo, no paramos de charlar de todas un poco y de sacar ideas la mar de creativas, así como de interpretar las instrucciones de seguridad a nuestra manera, sobrevolando ríos y zonas mientras a nuestro alrededor nadie entendía nuestras risas ni comentarios, básicamente porque nadie hablaba nuestro idioma. ¡Ah, haber estudiado!

Pues ya estábamos en tierras londinenses, comenzaba la aventura. Lo primero: recuperar nuestras maletas. Empezamos a caminar tras la muchedumbre hacia la terminal y caminamos... Y caminamos... Y caminamos... - ¡Joder, que nos volvemos a España! - Espera, que nos piden los deneises... En cuanto fuimos considerados personas no peligrosas para la seguridad nacional, procedimos a buscar nuestro equipaje en la cinta. Empezaron a salir unas cuantas maletas por la cinta y, de repente, dejaron de salir. Por lo visto venían en otro avión, porque no llegaron hasta pasada una hora ,que aprovechamos para observar las encendidas que se cogían los nativos con el personal del aeropuerto mientras nosotros nos partíamos de risa e investigábamos la manera de llegar al centro. Adquirimos los billetes de nuestro nuevo transporte, que no pudimos pagar con el dinero que habíamos cambiado porque la maquinita no lo aceptaba... ¡Yupi! ¿Y para esto me pateé yo todos los bancos antes de venir? En fin, vamos que se nos hace de noche.

Y efectivamente; a las 5.20 de la noche (no de la tarde, de la noche) nos acomodamos en la guagua que nos llevaría al centro de Londres. Menos mal que teníamos wi-fi gratis para comunicarnos con nuestros seres queridos... O no, porque aquello no conectaba ni a la de tres. Pues nada, a disfrutar del paisaje. ¡Qué raro es ir por el otro lado de la carretera! Era como jugar al Mario Kart en modo espejo. Durante el largo viaje, nos fijamos en todos los restaurantes, fruterías, multitiendas y comestibles varios que veíamos por el camino. ¡Qué hambre! Todo nos parecía apetitoso.

Cuando llegamos a la última parada, y tras orientarnos, buscamos una boca de metro para dirigirnos a donde quiera que fuéramos a dormir. Mezclados con los nativos y yendo de mapa a mapa, conseguimos llegar a nuestro destino. Ahora tocaba decidir qué tipo de billete comprar; cosa harto difícil con hipoglucemia severa, así que, como dicen por allá, “first thing's first”; a comprar chocolate en la minitienda de la entrada. ¡Qué placer! La energía chocolatástica recorría nuestras venas, así que aprovechamos el reprise para hacernos con una multitarjeta de transporte y embarcarnos en nuestro primer viaje en metro en el extranjero, que vino a ser como cualquier viaje en metro nacional. Eliges tu destino, sigues los mapas y ¡voilá! Llegamos.

Al salir de la estación (por la puerta incorrecta, claro), empezamos la búsqueda del hotel. Resulta que era una zona muy transitada, a pesar de estar en las afueras, llena de pubs. Comenzamos a caminar aleatoriamente y en un par de minutos, nos tropezamos con nuestro hotel. ¡Piece of cake!
Nuestro nuevo hogar durante los próximos días era un lugar cuco y acogedor, lleno de moquetas, escaleras estrechas y puertas “anti-robo”. Nuestra habitación tenía todo lo necesario para la supervivencia del viajero: camas, armario y baño.

Tras deshacer el equipaje, salimos ya sin cargar nada a buscar comida. Paseamos por la avenida principal y observamos lo que nos ofrecía para rellenar nuestras barrigas. Es curioso, cuando uno se muere de hambre y le dan opciones, nunca sabes qué elegir, así que optamos por una mini-hamburguesería pakistaní. Devoramos nuestro bien merecido banquete y nos metimos en uno de los múltiples pubs de la zona. Ya nos tocaba empezar la cata cervecera internacional, así que pedimos una muestra de los ales del pub. Por lo visto, un ale es como una cerveza pero más suavita.
Mientras disfrutábamos de nuestra cata y de nuestro wi-fi gratis (ah, que aquí tampoco... Nos tienen in-comunicados, Mary) sonó la campanilla que anunciaba el “Last call”, lo que viene a ser un “pide la última y te vas a tu puta casa, que vamos a cerrar”, sólo que en modo British, que es mucho más refinado. Claro, que hay que entender que las 11 de la noche es una hora de lo más adecuada para que las personas dejen de zanganear y se vayan a dormir como niños buenos. Apuramos nuestras bebidas y volvimos a nuestra madriguera a morir definitivamente.

Hay una verdad universal: hasta que no te quitas los zapatos no sabes cuán cansado puedes estar, sobre todo, después de unas 14 llegadas. Y así fue; ¡qué dolor de cuerpo humano! Sólo nos quedaba sacarnos la procedente selfie de “estamos reventados pero contentos” y meternos en la cama, que el día siguiente iba a ser igual de largo con reencuentros y visitas guiadas; pero eso será relatado en el siguiente capítulo.
Tratamos de leer nuestros respectivos e-books pero Morfeo llegó arrasando, por lo menos en mi caso.

Buenas noches. Zzzzz

“No digas nada, cálmate, tranquilízate ahora mi preciosidad; no luches así o sólo podré amarte más”