domingo, 31 de enero de 2016

Capítulo 4: Un día tan largo que duró 48 horas

¡Oh, vaya! Nuestro último día en territorio British, pero iba a ser un día la mar de productivo. Al toque de diana, acicalamos nuestros cuerpos y preparamos las maletas que nos iban a acompañar durante todo el día. Después del clásico “desayuno inglés”, procedimos al checking out y, ¡mira tú por dónde!, conseguimos que los amables seres del hotel custodiaran nuestras maletas hasta la noche. ¡Yupi! A menos cargas, más diversión.

Enfilamos al metro rumbo a Hyde Park; lugar verde, mágico y enorme con un precioso paisaje otoñal. Hojas caídas, monumentos, árboles enormes, lagos y... - ¡Ardillas! ¡Quiero hacerme amigo de una ardilla! - Aún no, niño. Primero a recargarnos abrazando árboles: siéntelos, acércate a ellos con la mano izquierda, abrázalos, dales las gracias y despídete con la derecha.
Integrados con el corazón de la Naturaleza, fusionados con Gaia, recargados totalmente de energía, proseguimos nuestro camino. Eso sí, recopilando castañas para tentar a los pequeños y peludos roedores.

Tras pasar junto al lago, descubrimos una bonita casita rural en medio del parque que no era otra cosa que... ¡Los baños! Si es que hasta pa mear tienen clase estos británicos.
Entre fotos, paseos y palacios de Kensington acabamos en el césped, rodeados de árboles y con ardillas bailando a nuestro alrededor. De forma taimada, utilicé mis castañas para tentar a los bichitos, con tan buena suerte, que una de ellas decidió acercarse, olisquearme la mano y robarme las castañas. Sí, robarme, porque ni se la comió ni nada la muy bandida. Eso sí, la operación Friendly Squirrel se saldó con un resultado óptimo.
Y eso sólo fue el comienzo; poseído por el espíritu de Marc Singer en “El señor de las bestias”, entablé relación también con una mariquita que vino a posarse sobre mi mano y con un cuervo que graznaba por allí, aunque con éste no hubo contacto alguno.
El capítulo de “El hombre y la tierra” terminó en cuanto sonó la sintonía... Pero espera, es una gaita lo que suena... Cual ratoncillos en Hamelin comenzamos a seguir la melodía hasta dar con su fuente: un señor dándolo todo gaita en sobaco. Only in UK, babies.
Al acabar el silvestre concierto, movimos nuestros culos celtas a la salida más próxima, que resultó ser la que daba al Royal Albert Hall... Vaya tela, lo más cerca que voy a estar de allí y me pilla sin guitarra. En fin, me conformaré con la foto pose.
Todavía teníamos una apretada agenda para el día, así que nos pusimos en marcha hacia Harrods; preciosos almacenes, preciosa fachada, preciosos precios (para descojonarse, vaya) y precioso selfie.

Nos encaminamos entonces al tube para visitar la Torre de Londres y, de paso, intentar encontrar a alguien que nos friera un Mars; es que uno no ha viajado si no le han frito una chocolatina, que es una cosa muy de otros países. Allí estábamos sentados, meditando sobre la vida, el Universo y el hambre que empezaba a hacer cuando subieron al vagón un par de personajes armados con un violín y una guitarra acústica que nos amenizaron el viaje con un mini-concierto de country al más puro estilo Hill Valley 1885. ¡Great Scott, this country is amazing!
Al llegar a la London Tower nos sorprendió ver una gran aglomeración, así como los fosos del castillo totalmente sembrados de amapolas. Mira por donde, nos habíamos metido en plena celebración del Remembrance Day o Poppy Day, celebración que conmemora a todos aquellos caídos luchando por la Commonwealth. Nunca te acostarás sin saber una cosa más, eso es así.
Con mi mejor cara de mapache y actitud zombie debido a la hipoglucemia (el maldito freidor de Mars nunca apareció), nos dirigimos hacia el London Bridge, donde nos sacamos unas preciosas instantáneas para fardar por las redes; porque nosotros lo valemos.

Nuestro almuerzo estaba planeado en la que se había convertido en nuestra zona superfavorita de la city: Camden, donde te hartas por cuatro perras, así que nos pusimos en camino, no sin antes pasar por un supermarket para hacer acopio de chocolate y recargar energías (evitando así a cualquier viandante la pérdida de cualquiera de sus miembros a base de mordiscos). Esta vez nuestro estómago se decidió por un falafel enrollado en pan durum recién hecho y con una ensalada que contenía un mágico ingrediente que montaba una fiesta en nuestras bocas en la que todo el mundo estaba invitado. ¡Demonios! ¿Qué es este sabor? Al preguntarle al muchacho qué era lo que le daba ese toque extraordinario, nos quedamos con el culo torcido; el misterioso condimento era, nada más y nada menos que... (redoble...) ¡limón en vinagre! Mira tú qué bien, ya tenemos otra importación para la patria.
Para hacer la digestión, nada mejor que una paseo (o dos, o cincuenta y cuatro...) por el adorado Callejón Diagón, las Cuadras y demás recovecos y vericuetos de ese mágico ÜberPochito que es Camden en busca de cualquier tipo de artículo friki, barato, absurdo o todas las anteriores, para llevarnos a casita. Y todo eso, como no, aderezado de una sesión de regateo como Brian manda. En esta ocasión, cayeron un suéter de la prestidigitosa (es leviosa, no leviosá) Escuela Hogwarts de Magia y Hechicería y una chaqueta abrigosa College Style, con la correspondiente disertación sobre mi talla: - Quiero una XL - Tú llevas una M - Mis cojones 33, señor inglés... Mira que me cuesta que me crean con la ropa. O tengo el superpoder de superexpandirme cuando me visto o la gente me ve muy alfeñique... Misterios de la vida, como la fórmula de la Coca-cola o los obreros que votan a la derecha. Habrá que llamar a Friker Jiménez...
Por supuesto, no podía faltar la exposición de Jack-o Lanterns en plena preparación; calabazas de Halloween para los profanos. De todas las formas y colores... Bueno, básicamente naranjas todas ellas, pero con distintos relieves, sangre, tripas y todas esas cosas de las que gustamos los amantes de las pelis de casquería ochentera. Una delicia, vamos.

Como aún nos quedaban cosas por hacer y la noche era joven (sólo eran las 6) decidimos volver al centro para comprar más regalitos; volvimos a la tienda Disney y pasamos a buscar el chocolate monstruoso que vimos el día anterior. En la tienda, nos dimos cuenta que no era chocolate como nosotros pensábamos, así que para no perder el viaje, adquirimos dos tabletas de chocolate con jengibre y lima. Rico, rico.
Seguimos vagando por el Soho para hacer tiempo hasta la cena y aparecimos delante de un Sex Shop, así que, de curiosones, entramos a comprobar cómo es la tecnología sexual británica y, fíjate tú que es básicamente igual que la española pero con más disfraces; aunque les faltaba el de Guardia Civil Recio Style.

¡Hambre, hambre, hambre! Para esa última noche londinense estaba planeado todo cuidadosamente; habíamos llevado de casa una recomendación: “Hijos míos, según el anciano maestro chino, la única comida china decente que ha probado fuera del país de la Gran Muralla está en Londres”. Con esa premisa, la noche anterior habíamos hecho unas prospecciones por Chinatown, observando menuses de restaurantes, eligiendo uno cuqui, mono y asequible.
El establecimiento en cuestión se hallaba lleno de humanos ávidos de saciar sus gaznates a base de rollitos de primavera... Bueno, más bien de Spring Rolls o, como se dice en chino 春卷, que a ver si te vas a creer que aquí vamos de cultos y no tenemos ni p*ta idea. Total, que nos encuadramos en un huequito que encontramos y degustamos un exquisito Mapo Doufu (tofu picante) y unos tallarines fritos y crujientes con verduras; todo regado con agüita, que la noche anterior ya habíamos escarmentado con el tema cerveza-te-la-voy-a-clavar-cuando-te-traiga-la-cuenta.

Ahora paseíto para digerir la cena visitando tiendas de suvenires para adquirir chorradas (como un imán de nevera sacatapas con forma de guitarra) e ir gastando pounds, además de descubrir la existencia de los chupachules de marihuana. Y después, a por nuestro último viaje en metro de la temporada. Adiós, señor tube, echaremos de menos tu utilidad y tendremos en cuenta tus sabios consejos; mind the gap, baby.
Volvimos al hotel y recogimos nuestras humildes pertenencias para salir zumbando a la estación y vivir nuevas experiencias: coger una guagua londinense. Después de hacer nuestras pesquisas, dedujimos qué bus nos convenía más para llegar a Victoria Station, lugar donde cogeríamos otra guagua para llegar al aeropuerto. Como no, había que experimentar el ir en la parte alta del vehículo en cuestión, dando bandazos e intentando hacernos selfies, además de observar el paisaje y sentir el vértigo de ir por el carril “incorrecto”.

Lo primero que hicimos al llegar a la estación fue buscar un cajero donde comprar los billetes del airport bus y un lugar donde devolver la Oyster; éxito y fracaso respectivamente, así que nos tocaba quedarnos sin 5 pounds pero con una tarjeta de metro de recuerdo. Mira qué bien, para la próxima visita.
Nuestro transporte salía una hora después con lo que nos dispusimos a esperar, pero, espera... Uy, esta estación está llena de gente rara; y por rara entendamos borrachines y personas con pinta de drogodependientes, pedigüeños y delincuentes habituales. ¡Oh, vaya! A buenas horas venimos a sentir el fear of de dark. En fin, armándonos de valor esperamos un buen rato a que nuestra guagua apareciera, esquivando al borracho que se empeñaba en pedirnos dinero cada tres minutos. Por fin apareció nuestra carroza, pero aún no era la hora de salida. Da lo mismo, preferimos pasar frío (coño, qué frío) en el andén antes que estar al calorcillo de los vapores etílicos del beodo paliza.

Después de una horita de viaje en la que cayó alguna cabezadita sillonera arribamos al fin a Lutton. Lo primero, baño y quitar lentillas (ay, qué gustito pa mis córneas); luego, gastar billetitos y monedas que de poco nos iban a servir en casa, así que entramos en las tiendas aeroportuenses para adquirir algo para zampar (la comida china se digiere o dijiese demasiado rápido) y cualquier chorrada que mereciera la pena. Los afortunados fueron un par de sandwiches bastante decentes para lo que se suele encontrar en los aeropuertos, con su paquetito de papas y su refresco incluídos en el precio. Mención especial para el kit de composición de canciones metal (WTF??); sí, un paquetito de imanes con palabras como “hate”, “blood”, “fire” y demás términos que se pueden encontrar en cualquier tema cañero. Muy útil para cualquier rockstar en ciernes. Incluso el dependiente de la tienda flipó al decirme el precio porque ni siquiera sabía que vendían eso. Joven, nunca te acostarás sin saber una cosa más, ya te lo dije más arriba.
Tras la recena, pasamos el control de seguridad, donde me hicieron abrir la maleta para comprobar que el líquido de mis lentillas no era explosivo ni peligroso para mi salud ni la de mi maleta. ¡Qué majos!
Y aún nos quedaban unas tres horas para embarcar. ¿Qué hacer en un aeropuerto a las tantas de la madrugada? Pues lo que puedas para no quedarte tieso. En nuestro caso, gemir como zombies hasta que abrieron el Boots que había junto a nuestra puerta de embarque. Sí, los ingleses te meten el Boots donde les da la gana. Genial para nosotros para comprar más chuches (gigantescos tubos de Smarties) y acabar de gastar el cash restante.

Finalmente, a las 6 de la mañana abrieron nuestra puerta de embarque y tuvimos que recorrer el camino de baldosas amarillas, Pueblo Paleta, Villa Pingüino y Mos Eisley hasta llegar a la auténtica puerta de embarque. - Oye, que vamos a llegar a casa caminando... - Pues toda la pinta tiene, sí...
Infelices de nosotros creíamos que íbamos a posarnos en nuestros asientos en breves momentos pero, ¡ja! Ignorábamos que nos aguardaba otra media hora de cola dentro del aeropuerto, donde descubrimos nuevas disciplinas poco exploradas, como dormir de pie, así como otros diez minutos de cola a la intemperie (coño, qué puto frío... ¡Coño!), aunque esa espera se hizo más amena observando el estilismo que traen los turistas británicos a las islas. La categoría ganadora de la noche/mañana/día/yanoséquécoñoesjoderquésueñotengo fue la de “Zapatitos veraniegos con uñas largas como garras de velociraptor pintadas de rojo”. Un primor, oiga.
Tras esa dosis de risas mañaneras pudimos descansar en nuestros asientos, donde nos acurrucamos en un duermevela durante un buen rato. Bye, bye, UK; Hope we'll see you soon.

Ese minisueño nos vino de perlas ya que, al llegar a la patria, aún nos quedaba la celebración de Halloween, estrenando nuestras lentillas de zombie y viendo pelis de miedo en familia. Bueno, viendo es un decir, porque yo sólo recuerdo una casa encantada, un pestañeo y despertarme en un sillón que no era el mío con un “buenos días princesa”. Es que 48 horas de día no se disfrutan muy a menudo.

Muchas cosas divertidas sucedieron en ese viaje pero, sin duda, me quedo con la paz y tranquilidad que vivimos durante esa escapada, así como la certeza de que era el primer paso de un camino que nos llevaría a muchos más lugares en compañía.



“Imagino que entras por esa puerta y te llevas lejos todas mis penas”